Autor: Alex Marcelo Carrillo Díaz.
Geógrafo.
Dogui, en el sentido de Platón, no tenía nada de filosófico. A todos les movía la cola 🐶 |
Mientras tomo desayuno, suelo buscar videos de frases dichas o escritas por personajes célebres. Prendo el parlante, escucho y trato de interpretar los mensajes que tantos intelectuales nos han dejado desinteresadamente. Alguna vez, entre tantas frases, escuché una atribuida a Platón: El filósofo tiene el alma de un perro. Me quedé pensando y no daba con alguna interpretación.
Intenté evaluar cuál característica podía emparentar a un
perro y a un filósofo, pero ninguna me convencía. La bondad o el cariño de un
perro no son necesariamente propios de un filósofo, ni tampoco su inocencia o
fidelidad. ¿Qué atributo en común comparten los perros y filósofos?
De pronto pensé, siguiendo los dimes y diretes que uno
escucha sobre La República de Platón, que quizá solo un verdadero filósofo
podría alcanzar un nivel de bondad plena, un nivel tal que lo haga retornar al
estado animal, por encima del bien y el mal mundanos, tal y como un perro, es
decir, libre de pecado.
Pero nada de lo que pensé era el mensaje que intentaba
transmitir Platón con esta frase pronunciada por Sócrates. Era muy distinto en
realidad. Mi sorpresa fue notable cuando por fin di con la cita real.
El filósofo tiene el alma de un perro: analogía
Platón es un maestro de las analogías. Sus personajes las utilizan
todo el tiempo con gran maestría. No solamente Sócrates, sino también sus contertulios
intercambian ideas profundas sobre materias diversas, usándolas. A decir de Edith
Hall, el genio griego brillaba en su erudición a través de analogías[1].
La frase del perro y el alma del filósofo se encuentra en el
apartado XVI del Libro segundo de La República de Platón. En este
diálogo, Sócrates intenta explicarle a Glaucón porque es necesario que los
guardianes o guerreros de la ciudad tengan un espíritu fogoso o
combativo al mismo tiempo que filosófico para defender a la ciudad. Sócrates lo
narra en primera persona.
Diálogo entre Sócrates y Glaucón (Platón, 89-90)
«— Pero, ¿no
estimas que ese futuro guardián todavía necesita alguna cosa? Por ejemplo, ¿no
habrá de ser, además de fogoso, filósofo por naturaleza?».
«— ¿Cómo? —dijo—. No comprendo lo que quieres dar a entender».
«— Pues eso —añadí— puede ser
observado en los perros, lo cual es digno de admiración por tratarse de bestias».
«— ¿A qué te
refieres?»
«— Quiero
decir que si ven a un desconocido se enfurecen, aunque no les haya hecho daño
alguno; en cambio, se muestran solícitos con el que conocen, aun sin haber
recibido de él ningún bien. ¿Nunca te has admirado de esto?»
«— No, por
cierto —dijo—,
nunca hasta ahora me había fijado en ello. Pero está claro que así ocurre».
«— Y prueba,
en efecto, que poseen un fino rasgo natural verdaderamente filosófico».
«— Explícate
mejor».
«— Te añadiré
que para distinguir la persona amiga de la enemiga no se basan en otra cosa que
en el conocimiento de la una y el desconocimiento de la otra. ¿Y cómo no
sentirá deseo de aprender el que fía a su conocimiento o ignorancia la
condición de amigo o enemigo?»
«— No podrá
acontecer de otro modo —contestó».
«— Veamos —proseguí—, ¿no es cierto
que el deseo de aprender y el ser filósofo constituyen una misma cosa?»
«— En efecto
—afirmó—,
son una misma cosa».
«— ¿Podremos,
pues, decir del hombre, con ánimo confiado, que para ser afable con sus
familiares y amigos conviene que sea filósofo y amante del saber?»
«— Creo que
sí —contestó—».
«— Por
consiguiente, quien quiera constituirse en un buen guardián de la ciudad,
deberá ser filósofo y hombre fogoso, rápido en sus decisiones y fuerte por
naturaleza».
«— No cabe
duda de ello —dijo».
Descifrando la analogía del perro y el filósofo
Sócrates se autocalificaba como alguien que sabía poco, y su
labor, por lo tanto, no era crear conocimiento sino ayudar a los demás a parir
sus ideas que se encontraban ya concebidas en sus cabezas, pero atrapadas sin
poder salir de forma coherente, vale decir, de forma racional.
Asimismo, consideraba que la verdad era inalcanzable pero no
por ello intentar conseguirla era un asunto sin importancia, al contrario, en
su opinión, pretender alcanzar la verdad era el fin supremo aun a sabiendas de
su imposibilidad. De lo que se trata entonces es de aproximarse al
conocimiento, estar más cerca de la verdad. El objetivo práctico es aspirar a
ser más culto y, ergo, menos ignorante.
Cuando afirma, en el diálogo con Glaucón, que un perro se
enfurece con el desconocido, pero se mantiene tranquilo y cariñoso con el
conocido, intenta convencernos de que ese rasgo también lo poseen los filósofos
respecto de su conocimiento e ignorancia.
Si seguimos su razonamiento diríamos que el filósofo contempla con duda, temor y odio aquello que desconoce o ignora. Está preparado para
combatir a su ignorancia. Mientras que con su conocimiento se muestra complaciente,
y no lo somete a mayor escrutinio belicoso o amenazante.
Probablemente haya algo de cierto en el asunto, pero creo
que no transmite el fenómeno intelectual completo. Si bien uno puede sentirse
tranquilo ante el conocimiento conocido y estar en alerta ante lo desconocido,
también puede sentir todo lo contrario y no por eso dejar de ser un filósofo,
es decir, sentir cierta alerta contra el conocimiento convencional y tener más
esperanzas en lo desconocido.
Ciertamente fue lo que ocurrió con los cambios de paradigma
de la Edad Media a la Edad Moderna. El renacimiento supuso que los pensadores
se sientan incómodos con el estado de su ciencia y prefieran cambiarla desde la
raíz. El desconocido podía ser más bello a los ojos de los perros filósofos
medievales.
Apreciación
Encontrar este tipo de ambigüedades no es común en la obra
de Platón. Generalmente sus analogías son más exhaustivas y no terminan dejando
el círculo lógico sin cerrar. Este tipo de expresiones, donde se colocan
adjetivos que caracterizan al filósofo siempre son algo polémicas. Como cuando
Aristóteles nos dice: «el que puede llegar al conocimiento de las cosas arduas,
aquellas a las que no se llega sino venciendo graves dificultades, ¿no le
llamaremos filósofo?» (Aristóteles, 87).
No hay duda de que son analogías y formas de convertir en livianas
un conjunto de ideas pesadas. Son ayudas para reflexionar con facilidad y entretenimiento,
muchas veces sin perder precisión. A lo mejor no deberíamos evaluarlas tan rigurosamente.
En fin, quizá la expresión, el filósofo tiene el alma de un
perro, como dicen los artistas, no encuentre su mensaje más penetrante en
la hermenéutica o interpretación del texto, sino más bien en la imaginación del
lector. Es extraño que ocurra con estos genios, pero al mejor analogista se le
confunden las enseñanzas, pero no por esto deja de enseñarnos algo.
BIBLIOGRAFÍA
Aristóteles, Metafísica, Get a Book Edition, 2021
Platón, Obras Selectas. La República, Diálogo
segundo. Ed. Edimat Libros, 2012
[1] Edith
Hall nos muestra un conjunto variopinto de analogías que los griegos usaban
para diferentes momentos pensando la situación como si se tratara del mar. Un
ejemplo de analogía ocurrió cuando “Diógenes el Cínico llegó a la última página
de un mamotreto ininteligible, exclamó aliviado, en tono sardónico:
«¡Tierra! ¡Tierra!»” (Hall, 36-37).